Recuerdo a un joven que acudía a la
consulta, debe hacer de esto unos 6 o 7 años. En cada cita se sentaba delante
de mí y me miraba, derrotado, sin decir nada. Yo le miraba, también en profundo
silencio. Un día, después de 4 o 5 consultas, dejó de venir. Me llamó por
teléfono para avisarme. Nunca más supe de él, hasta el otro día, caminando por
la calle. Aquí mismo. Me saludó él, yo no lo hubiera reconocido; a decir verdad,
no supe muy bien quién era hasta pasado un buen rato. Insistió en invitarme a tomar
algo. Nos sentamos en un bar, y mientras yo sorbía con gran placer un zumito de
naranja, él hablaba y hablaba. De pronto me dí cuenta… ¡Era aquel muchacho
silencioso, triste, apesadumbrado! ¡El que jamás dijo ni una sola palabra, a no
ser “hola” cuando llegaba y “adiós” cuando se iba! Pero hoy no parecía el
mismo… ahora hablaba sin parar, y reía con optimismo, mostrándose agradecido
por aquellas consultas silenciosas en las que ni él ni yo dijimos nunca nada.
- Bueno, le pregunté con
curiosidad, ¿Qué pasó para que cambiaras tanto? ¿Qué ocurrió en aquellas 4
horas de silencio?
- Me dí cuenta, respondió él, de
que si yo no hacía algo nunca pasaría nada. Me di cuenta de que tú eras como la Vida , ella me miraba sin
hacer y sin decir nada porque yo la miraba sin hacer y sin decir nada. Me di
cuenta de que no podía seguir así, de que tenía que hacer algo. Y lo hice.
Cada día la vida nos regala
momentos increíbles, en los cuales la magia, el milagro y lo cotidiano se
mezclan de un modo, a veces, casi imperceptible. Ocurren cada día. Todos los días.
Los veamos o no.
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