E. Legouvé por Delaunay, Musée d'Orsay |
En
medio de todas las perturbaciones de mi pobre cabeza, enloquecida por el dolor y por el insomnio, me pareció ver entrar
a un personaje de los cuentos fantásticos de Hoffman. De poca estatura pero
robusto y firme al caminar, se aproxima envuelto en una capa de piel y apoyado
en un fuerte bastón con puño de oro. Aparentaba unos 80 años, una cabeza
admirable, de cabellos blancos y sedosos, echados atrás y cuidadosamente
rizados alrededor del cuello; ojos de un azul profundo en el centro, con un
círculo casi blanco alrededor de las pupilas; una boca imperiosa, con el labio
inferior abultado; nariz aguileña. Levanta la mirada y fija sus ojos en mi hija. Pregunta y se informa minuciosamente de los pormenores de la enfermedad que padece, después
sus mejillas enrojecen, sus venas se hinchan y violentamente ordena que se tiren
todas las drogas y los frascos, que se cambie a la enferma a otra habitación,
amplia, abriendo puertas y ventanas para que entre luz abundante; indica
también que se le cambien las ropas, las almohadas y que beba tanta
agua como desee. Es como si hubiesen prendido lumbre a su cuerpo -dijo-
y es necesario, primeramente, extinguir el fuego. Regresó esa misma
tarde, y al día siguiente por la mañana inició su tratamiento, siguiéndolo día
tras día cuidadosamente. Al décimo día se produjo una crisis. Entonces consulta
a su esposa, que siempre lo acompañaba, y prescribe una nueva medicina, cuyo
efecto aguarda con impaciencia. Fueron terribles momentos de incertidumbre para todos.
Para nosotros, sus padres, fueron momentos de agonía y de tortura.
Amaury Duval por E. Devéria |
Ernest
Legouvé, quién escribió estas palabras, era un reconocido miembro
de la Academia
Francesa y la pequeña de cuatro años, que en esos
momentos yacía moribunda, desahuciada por la medicina, era su hija. Según todos los pronósticos el fin de Marie Legouvé era
inminente, por eso se decide llamar a un retratista y Amaury Duval, alumno de Ingres, resulta elegido. El pintor al finalizar el retrato, emocionado por las circunstancias, exclama: “Si toda esperanza está perdida, ¿por qué no experimentar con esa nueva medicina que tanto revuelo está causando? ¿Por qué no consultan a
Hahnemann?”.
Goubaux, amigo de Legouvé, vecino de Hahnemann, se apresura a llamar a aquel extraño médico, y ahora, con su tratamiento, las cosas cambian. La niña no muere, sino que mejora de manera progresiva hasta
salir de peligro y, finalmente, se cura.
Marie Legouvé, retrato de Amaury Duval |
La
clase médica oficial repetía: “No fue el charlatán quién la curó, fue la
naturaleza”, pero Hahnemann seguirá siendo para mí -escribe Legouvé- una de las mentes más brillantes con las que me he encontrado… Fue de su boca, que oí esta frase, extraña, pero profunda para quien la comprende: “No hay enfermedades, hay enfermos.”
Después
del restablecimiento de su hija, el Sr. Legouvé le enseñó a Hahnemann la obra que Amaury Duval había pintado. Hahnemann, tras contemplarlo
atentamente, toma la pluma y escribe bajo el retrato: Dieu la benie et l'a sauvée.- Samuel Hahnemann.
Elaborado por TuSaludParaSiempreBlog a partir del relato de los hechos, escrito
por el propio Ernest Legouvé y publicado en 1887
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